"No. 5, 1948", de Jackson Pollock (1950) |
Islandia, qué envidia. Detalles, tecnicismos y parangones a parte, allí los jueces ocupan un poder realmente independiente tanto del legislativo como del ejecutivo. Tan independiente, que impulsados por la presión ciudadana, metieron no hace mucho a políticos y a banqueros en la cárcel. No a todos en bloque, claro está. Sólo a los responsables de la escabechina. Los delitos no los comete la masa anónima y difusa ni las entelequias colectivas sino las personas, los individuos. A través, además, de un ejemplar ejercicio de Justicia con mayúsculas, los islandeses apartaron así de la cosa pública a los responsables del desastre, y sin más miramientos les financiaron con mucho gusto a cada uno de ellos un par de pijamas naranja y unas hermosas vistas al enrejado. Y durante el ejercicio comprendieron los ciudadanos de a pie que responsables los había de muy diverso perfil: negligentes, incompetentes, irresponsables propiamente dichos, desidiosos, aprovechados, estafadores, malintencionados, mentirosos compulsivos y no tan compulsivos, paniaguados... Y les dieron, como dijimos, a cada uno la hondura de lo suyo. En definitiva, tuvieron las democráticas pelotas y el suficiente convencimiento para dar cuarentena a un sistema que por más que estaba perfectamente definido en la teoría, se les había corrompido en la praxis. En sus mismas narices. A base de interiorizar un sincero 'cueste lo que cueste' y un decidido 'caiga quien caiga' descontaminaron a mano y entre todos su democracia con el paso firme de quien tiene claro lo que quiere. Con determinación y arrestos. Con un par.
Como los muebles de las casas, las democracias abandonadas durante largo tiempo por sus habitantes primero acumulan polvo, se vuelven mugrientas más tarde y terminan finalmente por padecer el silencioso mal de la carcoma. Pasa en las mejores familias y hasta en