"Saturno devorando a su hijo", cuadro de Peter Paul Rubens, 1638. |
¿Estudias o trabajas?
Definitivamente, nos hemos despistado. Un breve instante de distracción y… ¡zas!, los niños se nos han ido a freír puñetas mientras los padres de las criaturas mirábamos escaparates. Es que los críos son así, les sueltas un momento la mano y aprovechan la ocasión para quitarte el hipo. Otra cosa bien distinta es que en un sindartecuenta cumplan los treinta sin oficio ni beneficio. Vamos, no me jodas, eso no es despiste. Y cuando le sucede esto a media generación, pues mireusté, eso sólo puede ser idiotez de máximo calibre. Y a la Real Academia me remito.
La educación es la transmisión del saber acumulado generación tras generación. Esto es, aquello que han aprendido los que han vivido antes y que probablemente será útil a los que están por venir. No tiene más complicación. Todos los éxitos y los fracasos, los ensayos y los errores, los principios básicos y la escala de valores conforman un cuerpo teórico-práctico que es donado por los adultos veteranos y expertos a las nuevas generaciones de jóvenes a través de distintos medios (transmisión oral, escrita, docencia, práctica, etc.) y utilizando para ello múltiples herramientas (familia, universidades, institutos, libros, medios de comunicación…). Pero tanta abundancia en el surtido, tanta densidad de conceptos y tanto esnobismo que se le ha acoplado nos ha confundido hasta tal grado que la mayor parte de nuestros alevines ya no saben distinguir lo primario de lo accesorio, lo elemental de lo prescindible y comúnmente suelen confundir el objetivo con las herramientas que han de emplear para alcanzarlo. No encuentran la diferencia fundamental existente entre el fin en sí mismo y los medios para llegar a él. Y así, nunca una generación de jóvenes ha tenido tantos recursos, ha dispuesto de tantos medios y ha dominado tantas herramientas sin la claridad de ideas suficiente para saber qué construir con ellas.
El fin de la educación, ya sea ésta universitaria o básica e independientemente de si es impartida de pago o a la hora de la cena en el seno de la familia, es aumentar las probabilidades de que nuestros hijos lleguen a ser individuos independientes y exitosos, adaptados al medio, útiles a la sociedad y capaces de responder a las exigencias de un mundo real en constante y vertiginoso cambio. No hay más. Ese es el fin. Pero confundimos a nuestros jóvenes si les transmitimos la idea de que la obtención de tal título o la superación de tal examen son fines en sí mismos cuando realmente son simples medios. De este modo, universidades, másteres, colegios e institutos de todo el mundo se están convirtiendo en impermeables pompas de vidrio que encierran atmósferas asépticas de características que nada tienen que ver con las del mundo real para el que supuestamente les preparan y en el que, tarde o temprano, tendrán que desenvolverse.
La obstinación de los sistemas y de las políticas educativas en separar en el tiempo y en el espacio educación de mundo laboral se sintetiza perversamente en el archiconocido “¿estudias o trabajas?”, expresión a la que comúnmente recurrimos a la ligera, sin pararnos a pensar en la garrafal obscenidad que encierra. ¿Acaso se trata de dos opciones? ¿De cosmos paralelos? No es de extrañar, por tanto, que habiendo transmitido a nuestros hijos este concepto del trabajo como algo optativo comience a prevalecer entre ellos el acomodamiento y la enajenación. Y que un gran número de familias hayan cometido el error de sobreproteger los cascarones de sus polluelos de los ataques de un supuesto hombredelsaco llamado “Mundo Real” impidiendo de este modo la completa eclosión de sus personalidades y de sus cualidades. Así, las dos ramas de la dicotomía estudio-trabajo, que en su forma más sana y constructiva deberían madurar sincrónicamente, han derivado en una escena esquizoide con dos versiones paralelas regidas por fuerzas distintas y que exigen de habilidades también diferentes. Y se comprende, por tanto, que la universidad, por poner un ejemplo, se haya convertido en una feria de coleccionismo enfermizo de estampillas más que en un foro para el desarrollo del talento, en una extensión postiza de la adolescencia cuyo único logro es haber retrasado in eternum el debut de nuestros jóvenes en el mercado de trabajo (léase vida real), bastante más exigente que cualquier facultad o que cualquier aula magna pero también, aunque lo desconocen, infinitamente más motivador y fascinante.
La carencia que supone no haber experimentado hasta edades muy avanzadas este contacto con una parte fundamental de la realidad y sus vicisitudes genera al final del proceso, jóvenes con un anormal desarrollo de sus personalidades y de carácter sumamente imberbe, que se ven obligados a madurar de una sola bofetada al comprobar el solemne disparate que supone haberse dedicado durante tanto tiempo a un único ejercicio: el acopio de certificados. Y aterrizan en el mundo de los adultos cual domingueros en Burkina Faso, esto es, con un equipaje de capacidades, hábitos y mentalidades absolutamente inapropiado para el nuevo entorno, y desentrenados tanto en el dominio de las reglas de funcionamiento como en los superiores e insospechados niveles de exigencia. Con razón tenemos hoy día la juventud mejor formada de la historia. Ahora cabe preguntarse si, a tenor de los índices de paro juvenil y de la cada vez más generalizada sensación de fracaso, tal formación responde a la exigente realidad del siglo XXI o si, por el contrario, hemos desviado el talento de nuestros jóvenes hacia un universo dominado por la paja mental.
Lo digo porque, encerrados durante años en estos crisoles artificiales, la juventud se ha plagado, en un despiste, de competentísimos especialistas en mundos de fantasía. Es asombrosa la capacidad de movimiento y adaptación que manifiestan en las redes sociales 2.0, la altísima motivación que manifiestan para la superación de niveles en el PrinceOfPersia3 o las dosis inimaginables de ingenio y creatividad para las tareas más absurdas e improductivas que se pueda imaginar. Pero asombrosa es también, entre otras muchas, su absoluta incompetencia para expresar sus ideas con eficacia y corrección, su insolvencia funcional para comprender textos y discursos o el bajísimo grado de interés que exhiben en la superación de las más leves adversidades cotidianas. Por no hablar de la incapacidad para amortizar en la vida real la inestimable inversión que ha supuesto para la sociedad (y para sus familias en particular) mantenerlos tanto tiempo dentro de la burbuja. Y tiene toda lógica. De hecho, difícilmente podía ser de otro modo. Si durante años los padres les hemos estando amueblado la sesera para vivir en un cómodo loft de soltero con todos los gastos pagados, imagínese usted el shock traumático que supone que a final de curso tengan que mudarse a un trastero sin aire acondicionado ni conexión a internet y encima tener que hacerse cargo de las cuotas del alquiler y pagar las pizzas de su propio bolsillo.
Tal vez vaya siendo hora de revisar cuidadosamente si los sistemas en los que delegamos la educación de nuestros hijos e incluso las enseñanzas que les entregamos en el seno de la familia son lo suficientemente sólidas y sensatas, y si sirven éstas para encaminarlos hacia donde en definitiva querrán llegar: a la realización plena como personas felices. Porque si, tras todos los esfuerzos, no han comprendido que la vida es una eterna sucesión de éxitos y fracasos; que tanto unos como otros son resultado de sus propias decisiones; que cada acción tiene su reacción y una o varias consecuencias de las que tendrán que hacerse cargo; y que ni les hará más felices ni solucionará sus frustaciones el señalar a los demás constantemente como los culpables de las maldades del mundo mientras disfrutan únicamente de sus bondades. Si no han comprendido todo esto, entonces no les hemos enseñado bien lo fundamental. Entonces, o bien el sistema funciona como el carajo, o bien los estamos malcriando de carajo. Y, si es así, no puede terminar en nada bueno malcriar de este modo desmedido. No puede ser sano. Ojo. Ni para el malcriado ni para el malcriador, ni para los cientos de miles que tengamos que compartir el mundo con ambos.
ÁcidoPúblico
(1) Al contrario de lo que se dice en la mayoría de fuentes, Bill Gates, fundador de Microsoft, ni es el autor ni pronunció jamás tales palabras. El origen de estas once reglas se encuentra en un artículo publicado por primera vez el 19 de septiembre de 1996 en el San Diego Union-Tribune y firmado por Charles J. Sykes (“Some rules kids won't learn in school”), quién 11 años más tarde publicaría el libro "50 Rules Kids Won't Learn in School". No nos consta que se haya comercializado su traducción al español pero los interesados podeis hojear la 1ª edición original (inglés) en amazon.com.
Excelente querido cuñado, excelente. Abrazo! Pao
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