21 de octubre de 2012

El lento trabajar de la carcoma.

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"No. 5, 1948", de Jackson Pollock (1950)
Islandia, qué envidia. Detalles, tecnicismos y parangones a parte, allí los jueces ocupan un poder realmente independiente tanto del legislativo como del ejecutivo. Tan independiente, que impulsados por la presión ciudadana, metieron no hace mucho a políticos y a banqueros en la cárcel. No a todos en bloque, claro está. Sólo a los responsables de la escabechina. Los delitos no los comete la masa anónima y difusa ni las entelequias colectivas sino las personas, los individuos. A través, además, de un ejemplar ejercicio de Justicia con mayúsculas, los islandeses apartaron así de la cosa pública a los responsables del desastre, y sin más miramientos les financiaron con mucho gusto a cada uno de ellos un par de pijamas naranja y unas hermosas vistas al enrejado. Y durante el ejercicio comprendieron los ciudadanos de a pie que responsables los había de muy diverso perfil: negligentes, incompetentes, irresponsables propiamente dichos, desidiosos, aprovechados, estafadores, malintencionados, mentirosos compulsivos y no tan compulsivos, paniaguados... Y les dieron, como dijimos, a cada uno la hondura de lo suyo. En definitiva, tuvieron las democráticas pelotas y el suficiente convencimiento para dar cuarentena a un sistema que por más que estaba perfectamente definido en la teoría, se les había corrompido en la praxis. En sus mismas narices. A base de interiorizar un sincero 'cueste lo que cueste' y un decidido 'caiga quien caiga' descontaminaron a mano y entre todos su democracia con el paso firme de quien tiene claro lo que quiere. Con determinación y arrestos. Con un par.


Como los muebles de las casas, las democracias abandonadas durante largo tiempo por sus habitantes primero acumulan polvo, se vuelven mugrientas más tarde y terminan finalmente por padecer el silencioso mal de la carcoma. Pasa en las mejores familias y hasta en
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9 de octubre de 2012

De realidades y de pompas.

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La culpa es nuestra, paisano. Pero no porque hayamos, como dicen, vivido por encima de nuestras posibilidades. No, ciudadano, no por eso. La culpa es nuestra, pero porque hemos seleccionado como el culo a los que habrían de administrar lo que es de todos. Y porque les hemos permitido durante demasiado tiempo a todos ellos fabricarse su propio hábitat dentro de una burbuja, enquistarse dentro de coches oficiales blindados tras vidrios tintados, rodearse de muros de musculosos escoltas a su merced, encerrarse con la llave por dentro en lujosos despachos de ministerios, viajar entre nubes de asesores personales cantamañanas cuyo oficio es cantar bondades al oído y pasar la mano por el lomo. Más tiempo del que es sano hemos permitido esta silensiosa y lenta alienación de nuestra clase dirigente. Más de lo estrictamente aconsejable les hemos permitido vivir esta ficción de resort. Se nos ha ido el asunto de las manos. Y ahora resulta que las decisiones se toman desde esas burbujas que, si por algo se caracterizan, es por despreciar todo lo que está fuera de ellas, nosotros la ciudadanía incluídos. Nosotros, que creíamos hasta hace bien poco que eran todos ellos servidores de nuestra patria y defensores a toda costa del interés público, resulta que ahora vemos con asombro cómo deciden desde las mismas burbujas de cristal que les hemos estado financiando todos estos años. Cómo desde cumbres internacionales, desde los parqués de las bolsas de mercados o desde la mesa y mantel de afamadas consultoras amigas nos encañonan con decisiones cuyo único y exclusivo criterio es el de no lesionar los intereses propios de quienes las adoptan en petit comitè.


"Otra Margarita" óleo sobre lienzo de Joaquín Sorolla, 1892.
Mildred Lane Kemper Art Museum, Washington University (St. Louis, USA)

El resultado de esta mayúscula abulia nuestra es que la clase política actual no vive en nuestra misma realidad desde hace ya algún tiempo. Viven en su burbuja conceptual. No saben lo que de verdad significa pisar las veredas, acudir a trabajar un día de tormenta, hacer cola en el metro, firmar la hipoteca, esperar a que un hijo salga de urgencias en un hospital, perder toda una mañana de trabajo en burocracias. Llevan demasiado tiempo sin palpar con sus propias manos la vida real, la de quienes se dejan los riñones a diario para sacar adelante sus negocios y sus familias y para pagarles -que tiene cojones la cosa- a ellos las dietas, la fiesta electoral y los desplazamientos al fútbol. Ya tienen todos ellos muy borrada de su memoria lo que es ser un ciudadano normal de a pie, si acaso alguna vez lo fueron, lo que es ser un trabajador o un joven emprendedor o un parado o un empresario con una pyme. No saben hacer lo que hacemos todos a diario casi sin pensar: mirar el céntimo, dar el callo en nuestro puesto de trabajo, descansar lo justo, decirles "no se puede" a los niños. Se les ha olvidado poco a poco, lentamente, con el tiempo. Como hacen las peores enfermedades. ¿Cómo pretendemos entonces con este historial de deterioro exigirles ahora, de la noche a la mañana, un sentido apropiado de la realidad? Su realidad no es la nuestra. La nuestra acucia, preocupa, angustia, tiene goteras, desafía, arruga. Su realidad sigue, por el contrario,  siendo el vientre liso de una pompa de jabón. Luminosa, amplia, tornasolada, esférica, perfecta.

19 de junio de 2012

Testimonio de siete hermanos.

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"Retrato de Gilbert-Marcellin Desboutin (El Artista)"
Óleo de Edouard Manet, 1875. Expuesto en el Museu
de Arte de Sao Paulo (Brasil).
Da igual mi nombre y el nombre del lugar desde el que escribo. Para la historia que les quiero contar, son detalles que sólo distraen y no quisiera por nada del mundo yo tal cosa. El caso es que soy, literalmente, un can. Sí, un perro. Más en concreto, una cachorra que hoy cumple 6 meses. Y como tal, no entiendo de razones humanas.

Cuando contaba apenas 45 días de vida y cabía en la palma de una mano fui abandonada en pleno invierno, encerrada en un cajón de plástico junto a mis otros seis hermanos mellizos. Alguien a quien no pretendo en absoluto juzgar había decidido que tal era el castigo que merecíamos por el pecado de haber nacido mestizos y sin posibilidad, por tanto, de obtener 'papeles'. Nos abandonó de madrugada y lo hizo, eso sí, a las puertas de una sociedad protectora de animales. Gesto éste, del que nunca podré estar lo suficientemente agradecida.

Nuestro instinto de supervivencia nos impulsó a mis hermanos y a mí a luchar juntos contra la helada y la falta de oxígeno durante aquellas interminables y angustiosas horas. Cuando los voluntarios de aquella sociedad llegaron por la mañana para hacer su habitual colaboración semanal nos encontraron inmóviles, sedientos y hambrientos. Al borde de la asfixia y la hipotermia. Cuando levantaron la tapa de aquella caja y el aire volvió a entrar en ella uno de mis hermanos ya no respiraba. Quiso la casualidad que, días antes, uno de aquellos voluntarios hubiese leído en internet un

7 de junio de 2012

Podemos!

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Adelanto que soy español. En mi puñetera vida he tenido carné de ningún partido político y mi voto, desde que lo ejercí por primera vez en el año 1993, se ha movido más que la antorcha olímpica. Como tantos otros compatriotas, llevo los  últimos 20 años viendo impotente crecer una España de silueta espigada pero de salud raquítica, de briosa apariencia pero preocupante radiografía. Una España insostenible y enferma. Y no por culpa de la iglesia, de los políticos, de los sindicatos, de los terroristas o de la monarquía. Insostenible porque España tiene la fatal desgracia de que está llena de españoles. Cada uno haciendo, en la medida de sus posibilidades, su particular aporte al país de la picaresca. Los de abajo, pequeños aportes granito a granito. Los de más arriba, a manos llenas. Es por todo ello que no me cabe la menor duda de que la picaresca es y será, tristemente, el gran aporte español a la Historia de las Civilizaciones.

"Ícaro y Dédalo", de Charles Paul Landon (1799) cuadro
expuesto en el 'Musée des Beaux-Arts et de la dentelle d'Allençon'
Así es España. Incluso desde antes de tener ese nombre. Llevamos desde mediados del s.XVII destrozando a golpe de picaresca el mayor imperio que jamás haya existido sobre la tierra y que se construyó sobre la picaresca misma de expoliar y engañarnos los unos a los otros primero, a nuestros vecinos después y a los pueblos y gentes de ultramar por último. Desde aquellos tiempos de abundancia en los que cambiábamos puñados de oro por brillantes espejitos de colores poco ha cambiado en la mentalidad del español standard. Seguimos creyendo que con paliar síntomas a corto plazo vamos a solucionar nuestro verdadero cáncer que no es otro que ser españoles. Y a los españoles que me puedan estar leyendo en estos momentos y no quieran, sepan o puedan ser al menos un poquito autocríticos -y también a quienes, siendo o no españoles, crean que todo esto no es más que una febril exageración- les pido que por favor hagan el ejercicio de

28 de marzo de 2012

Viceversa para todos.

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O sea, que en los tiempos que corren, mediando ya el primer tercio del s. XXI, todavía existen en la moderna y occidental España ciudadanos libres -algunos incluso peinan canas, se las dan de cultos y presumen de carrera y cátedra- plenamente convencidos de que hay dos tipos de medios de comunicación. Por un lado, estarían los medios regidos por los espíritus del bien, la paz y la justicia, medios éstos cuyo único fin es proporcionar al vulgo información veraz y objetiva, medios que no recurren nunca a la manipulación o al sesgo malintencionado, medios que se gestionan no como empresas privadas con sus balances y sus cuentas de resultados si no como cándidas y adorables oenegés de la verdad a fondo perdido. En el extremo opuesto, estarían los del otro tipo: los medios de comunicación propagandistas y sectas adoradoras de belcebúes con rabo, cuernos y espumarajos en los colmillos, medios éstos consagrados al mal, que manipulan la realidad u ocultan partes de la misma en aras de intereses espúreos e inconfesables. O sea, medios que siempre tienen la razón y medios que no la tienen nunca. ¿En serio que todavía existe quien se traga estas cosas? ¿En el siglo XXI y en un país 'primermundista', o sea, gente para la que la vida es un 'Star Wars' con buenos que son muy-muy buenos y visten de blanco frente a otros que visten de luto y habitan el lado oscuro?
"La Libertad Guiando al Pueblo", óleo sobre lienzo de Eugène Delacroix (1830)

Verán. España es un hábitat -hay quien equivocadamente lo llama una cosa que nunca ha sido hasta hoy, país- en el que la inmensa mayoría de aborígenes estamos incapacitados para hollar la realidad de otra forma que no sea esta simplona y perpetua dicotomía. La política, el deporte, la cultura, la sociedad misma... todo es un interminable remake de 'Star Wars', un gigantesco tablero de ajedrez en el que la primera persona de singular ocupa por defecto -nunca mejor dicho- el escaque blanco de la reina de blancas. Nunca de negras. Negras, no. Negras, caca. Y somos así no porque queramos -que haría falta ser gilipollas querer tal cosa- sino porque padecemos un mal exclusivo. Muy nuestro. Una ceguera crónica y endémica que es, además, curiosa de cojones: una ceguera de un solo ojo. Todos los españoles, excepciones a parte, somos ciegos de un ojo de los de ver. Los que no ven por su ojo derecho suelen tener el izquierdo hipertrofiado hasta tal punto que pueden detectarlo absolutamente todo (el mínimo movimiento, las más sutiles tonalidades, cualquier tamaño y forma...) siempre y cuando proceda del lado izquierdo. Recordemos que su lado derecho es ciego, inútil. Los otros, por el contrario, son ciegos del ojo izquierdo y se comportan exactamente como imágenes especulares de los anteriores. Igual pero al revés. Esto es, sólo ven hacia el lado derecho con su ojo derecho y lo ven todo de ese lado con extrema agudeza y nada del zurdo. Luego, para dar de comer a parte, están los bichos raros (los que ven por ambos ojos o los ciegos de los tres, por poner dos ejemplos), que carecen de significación en cuanto a número e importancia relativa. Según los dos grandes sectores dominantes, estas rara avis "ni son españoles ni son ".

20 de marzo de 2012

Una (y otra) vez.

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Esta semana he vuelto a oír la enésima historia del emprendedor triunfador. Supongo que ya sabrán a lo que me refiero: la historia de cómo fulanito o fulanita decidió romper repentinamente con su existencia gris de asalariado desmotivado, sin proyección y sin futuro alentador para dirigirse en linea recta hacia la felicidad plena y absoluta. Hacia la autorealización personal, familiar y profesional. Hacia el éxito. Fue en el transcurso de un seminario sobre innovación. La señora conferenciante, poniéndose constantemente ella misma como ejemplo, animaba a toda la concurrencia a emprender proyectos similares, a liberarse de las orejeras y de los miedos, a avanzar con rumbo firme hacia una tierra prometida fértil y próspera donde cualquier sufrimiento siempre es recompensado y tal, y tal, y tal...
"La Rendición de Breda", cuadro de Velázquez pintado en 1635.

Todas estas historias siempre me han parecido plagios en formato bolsillo de las biografías que en distintas épocas ya protagonizaran prohombres con apellidos tan lustrosos como Onassis, Rockefeller, Gates, Jobs u Ortega. Y cada vez es más común que los programadores de cursos, másteres y seminarios incluyan en sus programas charlas, conferencias y derivados de este tipo en las que podrán ser distintos los personajes, podrán haber desenvuelto sus andanzas éstos en distintos decorados o podrán estar escritos los guiones de sus vidas y de sus negocios en diferentes idiomas, pero lo que no cambia nunca es la moraleja del relato, por todos conocida casi de memoria: ¿emprender?¿innovar?, adelante!

29 de enero de 2012

Herramientas desaprovechadas en tiempos de crisis: la conducción económica.

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Gracias a la tecnología, el mercado de los automóviles ha mejorado enormemente sus prestaciones en las últimas décadas. Los modelos que salen actualmente de las factorías ofrecen ratios de consumo y rendimientos que nada tienen que ver con sus equivalentes de hace tan sólo 10 ó 15 años. Ahora se diseñan máquinas más rápidas, más cómodas, más seguras y también más ecológicas. Son, en definitiva, aparatos cada vez más eficientes. Sin embargo, esta mayor eficiencia de las máquinas -la parte mecánica del binomio y, por ende, inerte y carente de 'inteligencia'- no se ha visto acompañada por una análoga mejora en el grado de eficiencia de sus operarios, nosotros los conductores, que seguimos manejando los modernos automóviles del mismo modo que los antiguos. Y sucede así porque todavía desconocemos que la actitud y la aptitud del conductor son también factores decisivos en esa eficiencia, por ejemplo, a la hora de abaratar el consumo de combustible.
"Interior de la Rotonda de Ranelagh House" de Canaletto, 1754.
Óleo sobre lienzo expuesto en The National Gallery (Londres).
Estas ideas surge por primera vez y casi simultáneamente en países -una vez más, cómo no- del norte de Europa (Suiza, Alemania, Holanda y Finlandia) donde se empezaron a estudiar técnicas de conducción con objeto de optimizar las innovaciones que la tecnología estaba imprimiendo a los nuevos automóviles. Del desarrollo posterior de estos estudios surgió inicialmente un conjunto de reglas elementales que se denominaron según la región 'conducción eficiente', 'conducción ecológica' o conducción económica. En definitiva, un estilo de conducción basado en la adquisición de nuevos  hábitos orientados hacia el ahorro.
Un conductor que aplique una conducción económica no verá incrementada la duración de sus desplazamientos. Pero, en cambio, obtendrá desde el primer momento las siguientes ventajas:

8 de enero de 2012

Una hora, sesenta minutos.

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Aquella mañana de diciembre mi esposa y yo salimos de casa con la intención de dar un paseo matinal por la playa. Temporada baja, día de invierno soleado y sin viento, lugar poco transitado, temperatura ideal. Nos vendrá bien, dijimos, una horita de ejercicio moderado y de solaz en medio de las vacaciones navideñas que estábamos disfrutando con la familia. En un momento de la caminata, casi como un acto reflejo, levantamos del camino una lata de refresco aplastada y oxidada con la intención de llevarla hasta la próxima papelera. Desconocíamos en ese momento la ubicación exacta de la papelera o del contenedor más próximos. No parecían estar cercanos, desde luego. Pero, como solemos hacer habitualmente, no es molestia para nosotros cargar durante unos minutos con uno o dos envases de los que encontramos en el camino.
'El Hombre de Vitruvio', de Leonardo da Vinci (1487).
Expuesto en la Accademia de Belle Arti, Venezia .
La senda discurría entre pinares viejos, al borde de una pequeña cala semiescondida que conocí siendo todavía un niño. Nos gusta ir a esa playa en esta época del año cuando el invierno se pilla un par de días o tres de baja y concede una de esas impagables treguas. En la playa, ninguna huella de pisadas, ningún ruido. Sólo el sonido de la resaca de las olas arrastrando arena, el crepitar de la espuma al evaporarse y el murmullo que el viento arrancaba de las copas de los pinos. Sólo naturaleza y sosiego para los cinco sentidos. Destellos de sol en el agua. Olor a salitre y a frescura. Paz. Nuestra presencia era lo único humano allí. Bueno, nuestra presencia y también una pequeña lata arrugada, diminuta e insignificante que habíamos recogido minutos antes. O al menos eso creímos en un principio, porque segundos después apareció en la arena otro producto humano: un bote de champú destrozado por el oleaje, agujereado, y decolorado por el sol. Obviamente, también lo recogimos.
Y a partir de entonces, empezó a resultar evidente lo insignificante de nuestro gesto. De modo que una cosa llevó a la otra y se fueron sucediendo los hallazgos: aquí una botella de lejía, allá una de detergente, acullá botes de bronceador, de bebidas, tapones, sedal, boyas, cajas de plástico y de madera, bandejas y hasta garrafones y zapatillas. Enteros, deteriorados o en pedazos. De todos los tamaños y colores. Cuatro manos se hicieron pocas y, por un momento, nos asaltaron sentimientos de impotencia y de indignación. En cambio, una hora después, agotado ya el tiempo de que disponíamos para aquel paseo, nuestro humilde granito de arena quedaba definitivamente aportado. No era el final feliz que nos hubiera gustado, quedaban residuos en aquella playa. Y muchos. Pero, mientras nos retirábamos de vuelta a casa, lo hacíamos con la absoluta seguridad de que aquella playa era un lugar mejor que una hora antes. Éstas son las imágenes de lo reunido en aquella playa en tan sólo una hora por mi esposa y por mí. El maletero que se ve en la última fotografía es el de un Škoda Octavia. Tiene una capacidad de 580 litros.

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